Mortal vs inmortal

 


Durante todo un mes, Clito había sufrido una auténtica tortura, a nivel emocional. A pesar de que le habían pedido perdón, de que la habían obsequiado con toda clase de regalos, y de que habían honrado a su pueblo, no se sentía capaz de perdonar a los dioses. Si sólo se hubiera quedado en el intento, el de Zeus, de meterle mano, haciéndose pasar por Poseidón, el cabreo no lo habría dirigido de forma general. Pero no le habían dicho que los titanes estaban debajo de sus pies; y de que, si perdían la Gigantomaquia, ellos serían las primeras bajas. Es cierto que los dioses no suelen tolerar aquellos desplantes, y menos de una mortal. De que no tenían motivos para dar explicaciones, y menos de alguien que no tenía ningún atisbo de divinidad. Pero ni siquiera ellos podían ignorar que tenía toda la razón del mundo, y que no todo su egoísmo, o enfado, podía desalentar el corazón de Poseidón.

Porque si, de todos los olímpicos, el dios del mar es al que más se le veía sufrir. Bueno, sufrir podría ser una palabra muy fuerte, pero tampoco le veía contento, y nadie estaba seguro de si se arrepentía de su juramento de fidelidad, o de si estaba arrepentido de verdad por su mentira. Además, Clito lo echaba de menos, y eso lo podían notar hasta los seres más tontos. Había aprendido a confiar en él, incluso estaba empezando a quererlo de verdad, para luego sentirse traicionada. Todos, mortales y dioses, estaban empezando a creer que Clito ya no querría saber nada de ellos, pero alguien, en una conversación particular, se percató de un detalle importante: había una diosa que no había intentado acercarse a ella, ni siquiera para proclamar venganza. Algo que no iba con su naturaleza.

Pero eso no duraría eternamente. Hera, la reina del Olimpo, ya no pudo aguantar más.

Fue en una tarde, en la que Clito, en un rato que quería estar a solas con su dilema diario: hablar con Poseidón a solas, o no, y si elegía la primera opción, sólo debía tocar las aguas del océano. Pero en ese día, en vez de recibir una visita conciliadora, e inesperada, recibió una más desafiante. Lo más curioso, era la que más esperaba, y la que temía por encima de todas las cosas.

– Hola Clito– dijo Hera, llamando así su atención.

– Vaya, ¡por fin me has honrado con tu presencia!– dijo, sin disimular siquiera su temor.

– He de decir que tu tozudez desafía a la de algunos de nosotros– dijo, mientras pensaba una forma de acabar con aquella situación molesta.

– Vamos, ¿dónde está tu sentido de la venganza? Porque te dará igual que pueda morir en manos de titanes ¡Zeus se ha puesto cachondo al verme!– dijo Clito, poniéndose de pie, y desafiándola, aunque aún temerosa.

– ¿Acaso pretendes morir?– preguntó Hera, sin poder decidir si enfurecerse o asombrarse.

– Dile a tu hermano, a Poseidón, que me dolió lo del origen de la isla, pero que por lo demás, le quiero. Y que proteja al pueblo, no tienen la culpa– dijo, con los ojos más llorosos.

– Un momento, ¿esperabas mi ira?– preguntó, esta vez entendiendo adonde pretendía ir.

– Vamos Hera, eres la reina del Olimpo. La esposa del todopoderoso Zeus, y todo ser que atraiga la atención de este, muere, o sufre la más terrible de las calamidades– dijo, extendiendo los brazos para dejarse al descubierto– Aunque me vaya e lmar, y no los cielos.

Hera no podía culparla por aquellas palabras, ya que su propia fama la precedía: mortal que conseguía llamar la atención de su marido, mortal que preferiría morir a cualquiera de sus castigos. De hecho, si Clito no había sido castigada aún, no era porque no quisiera. De hecho, cuando se enteró de lo que su esposo hizo, ya sabía la forma de castigarla. No lo hizo por Poseidón. No por amor hacia su hermano, sino por su aterradora amenaza que le había dedicado. No era de alguien rencoroso, o malhumorado, al que le habían arrebatado a su juguete. Era de alguien roto por dentro, de un ser que le estropearon lo mejor de su inmortalidad, y Hera comprendía esa clase de ira. Sin embargo, le carcomía la sed de sangre, de volver a honrar su matrimonio, por lo que, cuando le propusieron ir a visitarla, vio su oportunidad. Sin embargo, cuando vio que sólo mencionaba al hermano que poseía el tridente, se quedó sin saber que hacer. Y eso era nuevo para ella.

– Antes de darte una lección, contéstame a dos preguntas– dijo, dándose tiempo para decidir cómo actuar, para sorpresa de Clito.

– De acuerdo, no la pagues con mi gente– dijo, relajando más su cuerpo.

– ¿Cómo es posible que te enamoraras de un dios, al que le gusta conseguirlo todo con la fuerza, y sin embargo rechazas a otro, más seductor?– preguntó, atragantándose con la última palabra– ¿Cómo es que Zeus tuvo que recurrir a esa estratagema?

– Porque dejó la fuerza a un lado, y vi en el un lado amable que me dejó loca. El mar puede ser hermoso y calmado– dijo, complaciendo así a Hera– Siguiente pregunta.

– ¿Qué te ha molestado de todo lo ocurrido?– preguntó, hablando de forma general– ¿Lo de Zeus? ¿O que estáis encima del Tártaro?

Esa pregunta, si bien era la más razonable de las dos, la pilló desprevenida. Si, se había convencido de que era por la isla, pero viendo a Hera ahí, tan confusa y cabreada, aunque no con ella, otra respuesta le vino a la cabeza. Una más honesta, y le proporcionó más consuelo que todo el orgullo de aquel mes.

– Que, con el engaño de Zeus, y el secreto de Poseidón, no me tomáis tan en serio, como me hicisteis– dijo, sintiéndose aliviada por darse cuenta– Pero Zeus sé que lo hizo por egoísmo. De Poseidón quiero creer que lo hacía por preocupación.

– Por suerte para ti, y desgracia para mí, tienes razón– dijo ella, algo fastidiada por no poder vengarse.

– Anda ya– soltó Clito, sin poder creer la humildad de aquellas palabras, aunque a Hera no se sintiera bien con ellas.

– Poseidón te quiere, y es capaz de arrasar alguna nación, con tal de vengarte– aclaró, relajando más su cuerpo– Y ni siquiera querías consumar con Zeus, eso es una novedad para mí.

– Pues si no vas a matarme, ni a humillarme, deja que diga una cosa más– dijo, con algo más de cautela.

            Hera no creía que ella tuviera que decir más, ya que prácticamente habían aclarado la situación. Pero Clito era una chica entregada a su gente, a las personas con las que se había criado, navegado por diferentes aguas del mundo. Y como decidió no contar que estaban encima del Tártaro, porque les había costado encontrar un lugar estable donde asentarse, debía buscar otras alternativas de protección.

– Adelante– dijo, con más curiosidad de lo que pretendía admitir.

– No pido tu amistad, porque ninguna lo queremos – aclaró inicialmente, siendo consciente de su relación tensa.

– Eres una chica lista – dijo Hera, admirando su falta de inocencia.

– Pero si una tregua. Me escojáis, o no, como vuestra mortal en la Gigantomaquia, yo y mi pueblo, estamos en primera línea de fuego– advirtió, insinuando lo más evidente.

– Puede que sea vengativa, pero también soy justa– dijo, mientras le ofrecía su mano– No haré un juramento de sangre, pero tienes mi palabra: tú, y tu gente, contaréis con la protección de todo el Olimpo, pase lo que pase con los gigantes.

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