El castigo de Tántalo (relato modificado)

 


Durante varios días, Tántalo, el rey de Frigia, había estado frenético en su palacio. Su padre, el legendario Zeus, había aceptado su invitación a cenar en su reino, y al menos Hermes y Deméter confirmaron, aunque no se descartaba que los demás también vinieran. Había cometido demasiados errores, como revelar secretos del Monte Olimpo, robar la ambrosía de los dioses, y ocultar un mastín de oro, que perteneció a su abuela. Se creía con ese derecho, ya que no dejaba de tener sangre divina, pero era consciente de que los dioses no lo tendrían en cuenta, al menos sin una compensación.

– Majestad, ¡este es el último estofado que podemos preparar! No hay más carne– dijo el cocinero, tapándose los brazos por miedo.

– ¡NO ES SUFICIENTE!– gritó Tántalo, antes de golpear al cocinero con una vara– Creo que nadie me entiende, ¡vienen los dioses! No podré darles una bazofia como esta.

– Mi señor, no sé qué animal puedo usar– dijo el cocinero, llorando por su herida en la mejilla– Y sólo quedan unas pocas horas.

– Dejadme pensar, pensar– dijo él, tan nervioso, que no podía evitar hacer tics con los ojos.

            Durante unos segundos, empezó a hacer memoria de sus visitas al Olimpo. Intentó recordar que les gustaba que preferían embadurnar con ambrosía… No quería volver a perder el favor del Olimpo, y menos, según su atormentada mente, una pescadora, cuyo mérito, era chupar, con gran maestría, la verga del dios del mar. Nunca había visto a Clito en persona, pero ya la odiaba, porque era su obstáculo para conseguir la inmortalidad. Su hilo de pensamientos, que lo había aislado, de todo en cuanto estaba a su alrededor, se vio interrumpido por uno de sus hijos, que se acercó a él, de forma cautelosa.

– Pélope, ahora no es el momento– dijo, queriendo librarse de todo aquel que no quería ver.

– Sólo quería decir, que madre y hermanos nos iremos en un par de horas. No os molestaremos más con nuestro deseo de ver a los dioses– dijo Pélope, sin poder negar su decepción, antes de ver que su padre lo observaba– ¿Qué pasa?

– Hijo, ocuparás un lugar de honor en el banquete de esta noche– dijo, con una risa tan estridente, que todos se asustaron.

– Mi señor, la comida…– dijo el cocinero, sin atreverse a mirarlo a la cara.

– ¡Cocinadlo!– dijo, señalando al propio Pélope, que lo miraba, como si no se lo pudiera creer.

– ¿Cómo? ¡Padre!– dijo Pélope, tras ver que los guardias, también asustados, le cortaban el paso.

– O él, o todos vosotros. Los dioses lo aceptarán– dijo él, con voz firme, y carente de emoción.

            Todos sabían que Tántalo nunca prometía, ni ordenaba en vano. De hecho, hacía tiempo que había perdido la cordura, aunque en ese momento, no se habían imaginado, hasta qué grado lo estaba. Pélope lloró, suplicó de rodillas ante su padre, pero este se limitó a decir, para consternación de todos, siéntete honrado, y cogió el cuchillo del cocinero. El que usaba para cortar la carne.

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– ¿Lleváis la ambrosía con vosotros?– preguntó Zeus a los demás, mientras llegaban a la entrada del palacio.

– Eso ni se pregunta padre– dijo Hermes, mientras se ajustaba sus botas.

– Sigo pensando que este rey no es quien debe acompañarnos contra los gigantes– dijo Poseidón, pensando en Clito.

– Piensa con el cerebro, no con tu polla– dijo Zeus, no sólo molestando a Poseidón, sino también a Hera, por lo que optó por cambiar de tema– Deméter, gracias por venir.

– ¿Por qué no? ¡Sólo has dejado que nuestro hermano secuestre a nuestra hija!– dijo Deméter, dedicándole una mirada de asco.

            Zeus vio que nadie iba a ponerse de su parte, y mucho menos en lo concerniente a Tántalo, y aunque no lo admitiría, no los culpaba. Y que, si no quería tener en cuenta a la amante de Poseidón, era porque no soportaba que un mortal la rechazara. Y que Hera no la castigara, sólo empeoraba su ego herido. Podría haberles reclamado que tuvieran mejor humor, pero entonces Tántalo salió a recibirlos.

– Mis amados dioses. Nada es comparable con el honor de vuestra visita– dijo, antes de contar cuantos dioses había en el grupo– Y veo que sois cinco al final.

– Los demás tienen asuntos, pero me han pedido que te diga que les da pena no asistir– dijo Zeus, a modo de excusa.

– Vaya Tántalo, no he visto a ningún mortal que sude tanto como tú– dijo Hera, medio asqueada del brillo de su frente.

– Ha sido un día ajetreado, para ofrecer una cena digna de dioses– dijo Tántalo, limpiándose con su túnica, algo avergonzado.

– Pues respira hondo, porque parece que te quedarás sin aire– dijo Hermes, mirándole con cierto mosqueo.

– Por aquí mis amados dioses. Cenaréis en la mejor parte de los jardines– dijo, mientras los iba guiando al respectivo banquete.

            Ni siquiera Deméter, que estaba sumida en una profunda depresión, le pasó por alto que aquel mortal estaba nervioso. Si, podrían achacarlo a que, como los recibía en su propia casa, quería que todo saliera bien, pero sus intuiciones estaban activadas. Además, apenas habían visto a más de dos personas en el trayecto, y estos huían aterrados. No con la clase de miedo, por estar cerca de alguien divino, sino asustados de verdad.

– Hermano, los habitantes de tu isla, la primera vez que te vieron, ¿estaban así de asustados?– preguntó Hera, poniéndose algo tensa, a Poseidón.

– Temerosos de que los fuera a expulsar de la isla, cosa razonable, pero esto es distinto– dijo Poseidón, tocando el tridente de su espalda.

– Chicos, el miedo no es por nosotros, es por él– dijo Hermes, señalando a Tántalo– Empiezo a pensar que tu chica es mejor candidata.

            A Poseidón le halagó que Hermes dijera eso de su chica, y que Hera asintiera, estando de acuerdo, lo llenó de orgullo. En realidad, estaba asistiendo a esa cena, para que no se le acusara de favoritismo, aunque la realidad, prefería estar con Clito, y acurrucarse entre sus piernas. Deméter prefería lamentarse por la suerte de su hija, Hermes poner al día a su tía Hestia, y Hera hacer cualquier cosa. Sólo a Zeus le apetecía estar en esa cena, y, aun así, también notaba que había algo raro.

              Tántalo, ignorando por completo la mirada de terror de sus súbditos, sentó a sus invitados en la mesa, y les sirvió el mejor vino de su región. Zeus le llegó a preguntar por su familia, cosa que al rey de Frigia le puso nervioso. No los consideraba dignos de su presencia, pero esa equivocación no se la podía permitir, y menos si su suerte pendía de un hilo.

– Estaban tan nerviosos, que no se vieron capaces de venir. Sólo Pélope se encuentra en el palacio– dijo, escogiendo con cuidado las palabras.

– ¡Pélope! De todos mis nietos, el más adorable. Quisiera poder verlo– dijo Zeus, encantado de ver a otro familiar.

– ¡La cena está servida!– dijo el cocinero, con la voz entrecortada.

– Es un estofado, especialmente pensando para dioses, y sus deliciosas ambrosías– dijo Tántalo, sin necesitar subir la frente (agachada).

            Entonces, antes de que alguno se le ocurriera preguntar por la procedencia de la carne, este se retiró, arrastrando al cocinero, como alma que lleva el diablo. Cuando se quedaron a solas, observaron detenidamente la carne, y había algo que no les cuadraba. Sólo Deméter, a pesar de su veganismo, comió un par de trozos de su plato, ya que la depresión le impedía pensar con claridad.

– Deméter, ¡no comas más!– dijo Hera, viendo la cara de asco de Zeus y Poseidón.

– Padre, ¿qué notáis?– dijo Hermes, oliendo el estofado.

– El olor es dulzón, intenso– dijo Zeus, examinando el plato– Poseidón, ¿a qué te está recordando?

– A Clito, a Evenor, a los niños de Atenas– dijo, aterrándose con cada sílaba que pronunciaba.

– ¡Esos son…! – dijo Hera, apartando su plato con horror y asco.

– ¡TÁNTALO!– dijo Zeus, tan furioso que hasta provocó un pequeño temblor.

            El grito fue tan grave, tan fuerte, que en toda Frigia se oyó. Los pueblerinos lo percibieron como la condena definitiva de su rey, cosa bastante certera, y pronto estarían celebrando la caída del rey más tirano, y megalómano que habrían tenido. Pero volviendo al palacio, Tántalo, que había estado en la cocina, limpiando lo que había ensuciado, fue corriendo hasta el jardín. Todo ser vivo, que no fuera un dios, o un rey loco, huyó del lugar. A los dioses no les importaba, ya que sólo querían un culpable.

– ¿Ocurre algo?– preguntó, poniéndose completamente pálido, y más al ver a Deméter vomitar.

– Di la verdad, ¿dónde está Pélope?– dijo, mientras Poseidón y Hermes cogían a Tántalo por los brazos.

– ¿A qué te refieres padre?– preguntó Tántalo, tragando saliva repetidamente.

– ¡He comido un poco! ¿Qué me pasa?– dijo Deméter, llorando en los hombros de Hera.

– ¡No creí que os fuera a ofender!– dijo, para consternación de todos.

– ¿Ofender? ¡NOS HAS DADO DE COMER CARNE HUMANA! ¡La carne de un niño! ¡Tu hijo!– dijo Zeus, dándole un puñetazo en la boca.

– En honor a la extirpe, a nuestra sangre, ¡en honor a Cronos!– dijo Tántalo, creyendo que así podría solucionarlo, tras recuperar el habla por el puñetazo.

         Lo peor que pudo haber dicho, en su defensa, fue decir ese nombre, para el que los dioses, significa el terror más puro y genuino. Zeus prometió a sus hermanos, que jamás tendrían que revivir aquel horror, y allí estaban: Deméter llorando, Hera con la mirada perdida, y Poseidón, haciendo polvo el brazo de Tántalo. Este gemía de dolor, pero a ninguno le importó lo más mínimo.

– Desgraciado loco, hemos aguantado muchas faltas, pero esta vez has ido demasiado lejos– dijo, dándole una patada en la boca del estómago.

– Padre– dijo Tántalo, con falta de aire.

– Hera, coge a Deméter, y llévala a que se tranquilice– dijo, acariciándole la mejilla, para que volviera a la realidad– Hermes, avisa a Hades de que enviaremos un alma al Tártaro.

– Los gigantes…– dijo, como último recurso.

– ¡Su mortal será la que nos ayude a acabar con ellos!– dijo Zeus, señalando así a Poseidón– Hermano, por una vez, admito que has escogido bien.

– Llevemos a tu nieto a las aguas de mi isla, pero antes…– dijo Poseidón, cogiendo su tridente, ¡y atravesando a Tántalo!– Que Hades se encargue de él.

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