las heridas de un pirata

 

El revuelo que el Venganza había provocado en Calida, no era comparado con lo que los otros barcos del sur hicieron a Torres Doradas, la capital. De no haber sido por la increíble fuerza militar, que unía Calida y Titrán, tal vez hubieran conseguido resquebrajar la gran frontera del Dumno, pero eso sí, ningún bando se libró de sufrir alguna que otra baja en sus filas. En el caso de los calides, hubo uno, en particular que, de no salvarlo, no se podría solucionar la revuelta, ni de chiste: el capitán del Venganza, Belerl.

Tras haber matado a un capitán rival, Belerl tenía una lanza, que le atravesaba todo el abdomen; si se lo quitaban, moriría desangrado, y nadie lo quería. Por ello, dos soldados, siguiendo las órdenes de sus superiores, lo llevaron al Palacio del Guarda. No sólo porque estaban llevando a los heridos a la residencia real, sino porque allí se encontraban las personas más interesadas en verle con vida: la reina Dilia, el general Ulio, y, sobre todo, la célebre soldado Valia. De hecho, cuando atravesaron los Jardines de Calida, que conformaban el Palacio, la reacción de la tercera fue la más esperada de todos.

– Me cago en todos sus muertos– dijo Valia, asustada de ver a Belerl en ese estado.

– Carx está peor– balbuceó Belerl, antes de desmayarse.

– ¡Galia! ¡Por tu madre, ven!– gritó Valia, antes de que esta acabara con una herida de pierna, de una niña.

– Vale, quedaros ahí– dijo Galia, tras una primera impresión, mientras los guardias lo sujetaban por los hombros– Miara, Dilia, ¡venid!

            Galia era famosa por muchas cosas, pero la más destacable de todas era que se había convertido en una de las mejores cionistas (creadora de pociones) del norte del Dumno. Hasta el punto que, tanto a una princesa, como a la mismísima reina, las llamaba por su nombre de pila. Las tres, expertas en este arte tan valorado, tenían uno de los casos más difíciles de aquel día, y eso que estaban rodeados de gente quemada, magullada, e incluso algún amputado involuntario.

– ¡Madre mía! ¿Qué le ha pasado?– preguntó Dilia, viendo con horror la lanza clavada.

– Uno de los sureños intentó ahorcar a una chica, y él la defendió. Le clavó una lanza, pero el jodido consiguió seccionarle la garganta– explicó uno de los guardas, testigo de los hechos.

– ¡Ese malnacido mató a mi bebé, que se joda!– masculló Valia, antes de abofetear a Belerl, para que recuperara la conciencia.

– Vale, actuemos rápido. Dilia, Miara, coged mantas, y empapadlas en los calderos con la poción regeneradora– dijo ella, con un necesario temple– Coged una tercera manta y dádmela, no es necesario mojarla.

– De acuerdo– dijo Miara, mientras daba una a Dilia, y las empaparon.

– Valia, ve a esa mesa, y coge el frasco amarillo más grande que veas– dijo Galia, mientras esta le hacía caso sin protestar– Señores, seguid sujetándolo, ahora viene la parte “divertida”.

– ¿Qué vas a hacer con…?– preguntó Valia, sin saber realmente lo que contenía el frasco.

– Hay que quitar esta lanza, y la forma más segura que se me ocurre es disolviéndola. Dejará un buen boquete en el abdomen, así que nuestras majestades taponarán una a cada lado– explicó, sabiendo que, de no hacerlo, no la dejaría en paz– Empapad, que sea más poción que manta.

            Valia quería lanzar alguna coletilla de las suyas, alguna gracia con la que quitar la tensión del ambiente. Protestar también hubiera sido aceptable, pero sólo podía preocuparse por Belerl. Fue el hombre que le salvó la vida, el hombre que la trató como su igual en un barco pirata, y ya de paso, su marido, y futuro padre de su bebé. Debía vivir, arreglar el entuerto que había provocado su barco, y decidir qué hacer con su matrimonio. En lo único en lo que podía confiar, en esos momentos, era en la mano de sus tres amigas, que eran más que miembros de la realeza. Eran curandera, y creadoras de pociones magistrales.

            Tras coger la tercera manta, que Galia le dio, esta, con un pulso increíblemente firme, empezó a rociar el líquido sobre el alma, con mucho cuidado de no tocar la piel. Sólo pasaron unos segundos, pero fueron suficientes como para el terror se vieran reflejados, tanto en el rostro de Belerl, como los de Valia. Sin embargo, Dilia y Miara, por detrás y por delante, respectivamente, apretaron en la herida, ejerciendo presión, y Galia, recuperando la tercera manta, se la puso, a modo de improvisada venda.

– ¿Ha salido bien? Por favor, decidme que si– dijo Valia, mientras Galia lo examinaba.

– Ahora queda esperar. Sentadlo, que apoye la espalda en la pared. Si empieza las mantas a mancharse de azul, se va cerrando– explicó Galia, mientras los guardias obedecían sin rechistar.

– ¿Y si no?

– ¡Que el Venganza nos diga cómo quieren enterrar a su capitán!

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